Las playas cariocas son como el atisbo de un leve carnaval sin máscaras. Es el lugar donde con naturalidad se quiebra la normalidad. Si las ciudades tienden a lo cuadrado y son hechas para los autos, en las playas, indiferentes a los ángulos rectos, reina cualquier descalzo. Contra la dureza del cemento, las suaves arenas para moldear lo que se quiera. No se necesita ningún centavo para echarse un chapuzón. La vida diaria nos exige la ropa; la playa le permite al cuerpo andar con lo mínimo. 

Flamingo, Aporador, la barra de Tijuca. No importa cuál playa: los fines de semana se convierten en un espacio popular. En el metro y en los autobuses, desde temprano, se ve a la gente cargar con sillas plegables, hieleras y hasta sombrillas. La playa se convierte en el reino del goce plebeyo. A diferencia del fanático a un equipo de fútbol, el aficionado a la playa casi nunca pierde ni sufre. Llegan en caravana grupos de adolescentes, familias, el par de amigas universitarias, la pareja mimosa. Es difícil ver a alguien solitario en las playas de Río de Janeiro.  

A finales del siglo XVIII, algunos médicos europeos comenzaron a recomendar nadar en el agua salada para curar ciertos males. La historiografía dice que viajar a la playa es una costumbre de ocio moderno. Sin embargo, limitarse a ver el mundo desde las fuentes tradicionales sería achicarse. Que no haya crónicas de una familia mapuche comiendo pejerrey en el siglo IX, no quiere decir que no haya sucedido. Es imposible, que ocho siglos antes de Cristo, no hubiera pescadores que, entre vinos, se deleitaran con la gama de colores copulando en el horizonte. No quedan testimonios de cómo era el uso de la playa de los mayas o los taínos, pero haciendo arqueología metafísica, podemos saber que gustaban de refrescar el ánimo en las aguas turquesas y que la sabiduría popular “el mar cura” es más vieja que el caldo de pollo y no la inventó ningún galeno de Portsmouth.   

La orilla del mar es un portal. Recuerdo que mi abuelo salía del mar con un aire como de recién salido de la travesura, como si las olas de Acapulco le rescataran algo de su infancia. No es agua ni es arena, es la orilla del mar, algo así dice un poema del tabasqueño José Gorostiza. La orilla nunca se está quieta y en el límite ambiguo que pinta su vaivén, danza el umbral en que los niños saltan y chapotean con una sensación de aventura. Basta adentrarnos apenas unos metros al borde del mar para sentir la fuerza de su misterio.

Las vidas urbanas, día a día, se esfuerzan en negar el horizonte. El peso rutinario, tarde o temprano, logra que la mirada tienda ir hacia abajo, y cuando alzamos la cabeza los edificios cubren nuestro cielo. La playa nos obliga a la frontalidad con la naturaleza. La inmensidad del cielo es plena. Encaramos ese trozo de infinito y en su pasarela de tonalidades al observador le queda un vicio vago. Al que no observa ni siquiera las formas de las nubes, le queda un fondo para relajar su dispersión. El que destapa una cerveza, podrá notar que, casi al instante, llegará la famosa brisa a susurrarle un “te la mereces”.

Que el viento diga tantas cosas en una playa, más que motivo de misterio es un signo más de que la playa es un lugar sagrado que, en sus rituales, choca con la hiperproductividad capitalista y reivindica: la siesta, el júbilo, la relajación, la contemplación, la lectura desinteresada, el reposo, el deporte en su forma más lúdica, la construcción de castillos invendibles, la nada, la ensoñación, el coqueteo. La vida brilla más con aceite en el cuerpo. El esparcimiento ocioso es uno de los pilares del bienestar humano y es penoso, a estas alturas del planeta, tener que repetirlo.  

Río de Janeiro es conocido por la facilidad con la que muchos de sus habitantes sonríen, por la velocidad con la que alcanzan la alegría y por el “jeito” con el que esquivan la amargura. El origen y la permanencia de un espíritu alegre ha sido motivo de estudio. Sociólogos, muy serios, han señalado la construcción social publicitaria de los años 30, la felicidad playera carioca como invención de un discurso de cuando comenzó a venderse como destino turístico. Un estereotipo al que si se le acerca la lupa no se difumina, sino que en las comisuras de su sonrisa se desbordan las complejidades.

El poeta Paulo Leminski fue para atrás en la búsqueda de los orígenes de la alegría. En su ensayo “La alegría de la Senzala, tristeza de las misiones”, argumenta que los africanos esclavizados y llevados a los ingenios para trabajar, mantenían en la Senzala cierta autonomía; después de la jornada los esclavos africanos “danzaban, fumaban mariguana, cantaban, batucavan, se enamoraban contaban historias de orixas en yoruba”. Esto no quiere decir que el poeta ignoraba las condiciones en las que vivían, pero tiene una visión optimista de la resistencia cultural de los negros.    

De los más de tres siglos de tráfico de esclavos en Brasil, el puerto de Río de Janeiro fue el que más recibió, según los historiadores. Si la alegría tiene raíz africana y se fue nutriendo de ingredientes locales, lo cierto es que pervive hasta ahora entre la gente. Su fuerza es un misterio al que habría que indagar con más hondura. No es cualquier cosa, que el pueblo carioca haya vivido primero en condiciones de esclavitud y ahora en la precariedad capitalista, y mantenga una energía positiva. No se trata de trazar un mural pintoresco donde exaltemos una vez más la mitificada alegría. Pero tras meses de observar, pienso que el acceso a las playas juega un papel muy importante en la dicha que pueden transmitir los cariocas.

La sonrisa, lejos de ser solo la expresión de un espíritu contento, —o parte de la mitología que ha configurado las formas de ser carioca— también es una máscara moldeable, una herramienta de seducción, una estrategia de resistencia y una convención. Los que la utilizan todos los días son los vendedores ambulantes en las playas. Casi siempre adolescentes joviales, que con una sonrisa llegan y dicen “amigo, te pareces al delantero del Inter de Milán” “ey, cara, qué buen collar amigo, ¿dónde lo compraste?”. Una estrategia con piropo que busca un acercamiento jocoso, sonriente, con el posible comprador. Si no funciona el guion mudan al melodrama: “de corazón, amigo, me puedes comprar, tengo una hija pequeña” y ponen una cara de inocentes afligidos, que si uno compra pueden transformar de nuevo en una sonrisa.

El abrazo que regalan las playas no va a resolver las diferencias de clase ni los problemas sociales. Las playas quedan más cerca para algunos cuantos, que para la gran mayoría que habita en las periferias, pero aún así, Río de Janeiro ofrece como pocas ciudades una diversidad de espacios naturales para que cualquiera en su día de descanso pueda gozar. A diferencia del shopping, por mencionar el espacio de ocio más habitual en las ciudades, la playa, en sus dinámicas, no convoca a partir del consumo. El uso público de la playa es una conquista de los cuerpos contra los moralismos. La semidesnudez es una rebelión que se volvió costumbre.

Yo me despido, pero más allá de los conflictos de la ciudad, en las playas, quedan las venus de ébano —como las llamó Rachel de Queiroz—, los pequeños Ronaldos, el desfile de cuerpos obsesionados con la belleza, las aves, los morros verdes para trepar, los vendedores de milho y mate de leão. Queda la sana costumbre de hacer de la playa la plaza pública. Suena el pandero, los tambores, el cavaquinho. ¿Para qué lamentarse?, canta la samba, si en tu vida puedes encontrar, quien te ame con toda su fuerza y ardor. Tienes que luchar, tienes que luchar…

Ilustración tomada de Pinterest

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Escrito por:paginasalmon

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